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Daniel estaba sentado en una silla frente a la puerta de la habitación. Dio una cabezada hacia delante y se le cayó la pistola. El golpe seco del arma contra el suelo lo sobresaltó. Escudriñó la habitación que se mantenía en penumbra. Le asustó pensar que si se hubiera quedado dormido, alguien podría haber entrado. Sin bajar la guardia se inclinó para recogerla. Sintió una punzada aguda en la mano derecha, el vendaje estaba otra vez empapado en sangre. Se levantó de la silla despacio, estaba agotado.

La habitación era pequeña y sucia, recubierta con un papel pintado de líneas verticales que recordaban los barrotes de una celda y se despegaba por las esquinas. Una lámpara contres brazos, de los cuales sólo uno tenía bombilla, colgaba del centro del techo.

Fue al pequeño cuarto de baño situado en uno de los laterales de la estancia. Palpó la pared y encontró el interruptor de la luz. Sobre el lavabo había una bolsa que contenía vendas, gasas, esparadrapo, suero fisiológico, Betadine y algunos medicamentos. Arrancó el esparadrapo que mantenía sujeta la venda de su mano derecha. La empezó a desenrollar con lentitud, sin prestar atención a lo que estaba haciendo, ajeno a aquel cuarto de baño reducido y descuidado, ajeno a su dolorida extremidad. Cuando finalizó, depositó la venda en la papelera y quedaron al descubierto unas cuantas gasas empapadas en sangre. Las fue retirando hasta donde notó que comenzaban a estar pegadas a la carne. Cogió el suero fisiológico y las mojó. Con mucha suavidad, emprendió la ardua tarea de separarlas del muñón. Apretó los dientes y frunció el ceño en un gesto de dolor contenido. Tiró las gasas a la papelera. Se llevó el tubo de pomada con nitroforazona a la boca. Mordió el tapón mientras giraba el bote con la mano izquierda. Aquella misma tarde, se quedó asombrado cuando su acompañante pidió ese medicamento en la farmacia. Lo nombró tal cual, “nitroforazona”, sin titubear, y añadió “para evitar la infección”, como si fuera lo más normal del mundo. Le impresionaban los conocimientos que poseía.

Levantó la mano derecha hasta la altura de su cara, observó con asco e incredulidad aquel dedo índice mutilado. Cerró los ojos; deseaba que al abrirlos todo estuviera en su sitio, su dedo, su hermano, su vida. Pero no fue así. El dolor se hizo entonces más intenso. Aplicó la pomada en el muñón. Colocó un puñado de gasas encima. Después, con una venda limpia, inició la difícil maniobra de vendarse. El dolor crecía como avivado por la actividad. Todo se revelaba más complicado al utilizar sólo la mano izquierda. Cuando hubo terminado, apoyó el brazo contra el borde del lavabo para presionar sobre el extremo suelto de la venda y evitar que se aflojara. Hurgó en la bolsa hasta que halló el esparadrapo. El sencillo hecho de despegar la punta, se convirtió en un auténtico reto. Una vez conseguido, se ayudó con los dientes para cortarlo. Para ser su primer vendaje no le había quedado mal.

Volvió a rebuscar dentro de la bolsa de plástico. Tenía que tomarse unas cápsulas de amoxicilina, también “para evitar la infección”. Además necesitaba los analgésicos con urgencia, pues el dolor se estaba volviendo insoportable. Sacó unas cuantas y se las metió de una vez en la boca. Las gotas de sudor caían por sus sienes a pesar de que hacía rato que se había apagado la calefacción. Un poco de agua fresca lo despejaría y reconfortaría su magullado rostro. Con un gesto de la mano izquierda quiso quitarse las gafas, pero al no encontrarlas recordó que las había perdido. Llevaba dos días sin ellas, moviéndose torpemente por la ciudad. Un puñetazo de rabia, contra el lavabo, resonó en la estancia. Se miró en el espejo, pero no se reconoció. Entornó los párpados para combatir su miopía. A más de tres metros el mundo se desvanecía para él.

Según se alejaban, los objetos iban perdiendo sus contornos. Cuanto más se retiraban más indefinidos se volvían, hasta convertirse en un tapiz de manchas de colores. Manchas que se movían, hablaban, olían, que tenían vida propia, pero que no eran nada cierto a más de tres metros de distancia.

La imagen que le devolvió el espejo no era la suya. Con profundas ojeras, barba de cuatro días, el cabello castaño alborotado y sucio, el carrillo y ojo derecho hinchados, y una cicatriz en la frente. “Éste no soy yo”, pensó mientras apoyaba el dedo en la mejilla y se bajaba el párpado, buscando algo tras sus ojos, como si detrás de ellos estuviese su verdadera persona. ¿Dónde se encontraba el joven de 35 años que era, tan sólodos días antes? Parecía que había envejecido dos lustros de golpe.

Salió del cuarto de baño. Con disimulo, ahuecó los visillos de la ventana. La calle estaba oscura y vacía. La enésima ola de frío polar que barría la ciudad había obligado a todo el mundo a refugiarse en sus casas. ¿Quién podía tener ganas de salir con aquellas temperaturas? El silencio era absoluto, sólo interrumpido por el zumbido eléctrico de los tubos fluorescentes del anuncio del hostal colgado en la fachada junto a la ventana de su habitación. Una P sobre una estrella dentro de un recuadro, y al lado se leía, “Hostal Suárez”.

Estaba cansado de permanecer alerta constantemente. Si al menos el pestillo de la puerta no estuviera roto, podría echar una cabezada. Había probado a atrancarla con una silla pero, por lo visto, eso sólo funcionaba en las películas.

El reloj marcaba las nueve menos veinte, hacía rato que había anochecido. La cita era a las ocho, Daniel temió que no se presentara nadie. Después de dos días de sufrimiento, la esperanza de resolver aquel maldito rompecabezas y de salvarse se desvanecía. Sólo dos días antes su vida había sido sosegada, tranquila, incluso algo anodina, hasta podía no ser muy satisfactoria pero, ante todo, era tremendamente segura. Sólo dos días antes.

  

 El Comienzo

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